Esbozo a tinta y pincel
Pintar el
ciruelo requiere la nobleza de su esencia,
en su flor
se integra el espíritu del artista.
Wang Mian,
pintor de la dinastía Yuan
Se apellida Ciruelo y
mantiene con el árbol cierta semblanza: cuando parece muerto,
florece. Su infancia la bañó el mar de Barcelona, pero pronto le
arrancaron las olas y los sueños para incorporarse a filas y
engrosar la llamada Quinta del Biberón, el último gesto desesperado
para salvar a la República. Allí luchó sin luchar, sólo le
disparé a una rata. Y cuando terminó la guerra hubo un antes y
un después tan extremo, no sólo en él sino en todos, que aquella
frontera ha continuado marcando sus relatos, su memoria e incluso su
sentido del tiempo.
Cuando juega al ajedrez,
en solitario, con un tablero que se construyó él mismo a base de
minerales que aprendió a pulir y biselar en Brasil, país de
paréntesis, cuando mueve minuciosamente las piezas negras y blancas
por el campo de batalla brillante y cuadriculado, el mundo se
detiene. A veces, sólo a veces, levanta la mirada por encima de las
pequeñas lentes y, con esa sonrisa auténtica de dentadura postiza,
habla de la guerra, de las playas de Brasil y de las playas de la
infancia. Incluso llega a lugares remotos, donde los antepasados
tuvieron que cambiarse el apellido sefardí por miedo a ser
expulsados y en su lugar eligieron ese árbol tosco, cuyo tronco
rugoso da unas flores invernales demasiado blancas y pequeñas para
destacar entre la niebla y la nieve. Árbol de pintores chinos y de
poetas japoneses, su presencia es simple, su belleza inconmensurable.
Lleva dos décadas
asegurando que todo aquello que vive es propina. Una propina recibida
como la reciben los niños, pequeñas monedas convertidas en tesoro,
guardadas en secreto, miradas y remiradas con orgullo y
agradecimiento. Al llegar el invierno sus inesperadas flores
acompañan al hijo, del que poco se separa, atienden al nieto, al que
apenas ve, y juegan con el bisnieto desde ese lugar común que
comparten edades tan distantes y a la vez tan próximas.
Algunas mañanas, o
noches en vela, la viudedad lo apremia, se arremolina en la cama y
acaricia las arrugas de la sábana. Ella ya no está, pero está. Si
desempolva vinilos antiguos y logra encarrilar la aguja en el surco,
los ritmos tropicales vuelven a juntarlos, amor eterno, caipiriña de
domingo, paseos interminables.
Puede que en ocasiones se
despiste, como aquel día que limpió el televisor con espuma de
afeitar, o que salga a comprar el pan y aparezca horas más tarde,
sudado y agotado por el largo paseo de la mano de su olvido. Pequeños
sustos, risas.
Esta primavera su ajedrez
es más lento, saluda al nieto y al bisnieto a través de una
pantalla minúscula que le alcanza su hijo, no puede salir a por el
pan porque le han dicho que se quede en casa, como el resto, así que
se pierde por pasillos y rincones para volver sorprendido con algo
que no recordaba haber guardado allí, un reloj, un libro,
calcetines.
Al atardecer, al igual que sus vecinos, sale al balcón y aplaude, con ganas, alegre, aplaudo por la propina del día, aplaudo por todos, también a Dios, por dejarnos tan solos. Y esa percusión confinada lo mece mientras respira hondo y observa desde el quinto los árboles verdes, más verdes que de costumbre, pero no tan verdes como antes.
Al atardecer, al igual que sus vecinos, sale al balcón y aplaude, con ganas, alegre, aplaudo por la propina del día, aplaudo por todos, también a Dios, por dejarnos tan solos. Y esa percusión confinada lo mece mientras respira hondo y observa desde el quinto los árboles verdes, más verdes que de costumbre, pero no tan verdes como antes.
-¿Antes de cuándo,
abuelo?
-Antes de la guerra.
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© Dídac P. Lagarriga, mayo 2020 #NuestrosMayores - Contacto didac [arroba] oozebap.org
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© Dídac P. Lagarriga, mayo 2020 #NuestrosMayores - Contacto didac [arroba] oozebap.org