Sissoko y Segal: música para dormir a las fieras
Existe un
pensamiento feroz. Pensamiento, y no impulso, porque está elaborado
intelectualmente, razonado. Y feroz porque agrede e impone. Lo
podemos encontrar en el llamado “fundamentalismo religioso”, pero
es una lástima utilizar un término tan preciso y necesario como
“fundamentalismo”, porque de los fundamentos no podemos
prescindir. “Extremismo” es también ambiguo cuando realza la
cuestión del lugar y la pertenencia: ¿quién se sitúa en los
extremos, quién en el centro, quién los supera y quienes no puede
entrar? “Radical” está también tergiversado, puesto que
proviene de radix, es decir, las raíces. Parece, pues, que
predomine la voluntad de estigmatizar la profundización en las
materias, censurar la búsqueda de los fundamentos y las raíces y
transitar por todas las partes, también por los extremos. Estas
etiquetas se quieren paliar con términos como “moderado”, lo que
todavía acentúa más la idea de quedarnos flotando en la superficie
-sin llegar a los fundamentos-. Contraponer las figuras del
fundamentalista y la del moderado en una cuestión como la religiosa
es dar por sentado que, en los fundamentos, en las raíces, se
esconde la semilla del mal y que, por lo tanto, sólo el moderado es
capaz de refrenar y desoír los llamamientos al delirio y la ira que,
en esencia, forman las bases de sus creencias. Es un juego ambiguo y,
a menudo, malintencionado.
Dejemos
de unir antagónicos
Si
dejamos de utilizar calificativos como el de fundamentalismo
para referirnos a los que se mueven guiados por un pensamiento feroz
dejaremos, además, de avalar -aunque sea inconscientemente- sus
acciones. Si el pensamiento feroz articula un discurso con el que
cometer las peores atrocidades, situarlo en el ámbito de acción de
una religión siempre será tergiversador, por mucho que los propios
autores de este pensamiento feroz reivindiquen una filiación
espiritual concreta y, en consecuencia, se sientan cómodos cuando
los identificamos como ellos quieren. Desde esta perspectiva,
etiquetas tan popularizadas como “terrorismo islámico” no tienen
ningún sentido por ser dos calificativos antagónicos, del mismo
modo que Yeshayahu Leibowitz, profesor de química y erudito rabino
israelí, compara la actuación de los que asesinan en nombre de la
religión judía “con un matarife impuro que recurre al rabino para
pedirle un cuchillo kosher para la matanza del cerdo”.
Existe un
pensamiento, pues, que no es fundamentalista, ni radical, ni
extremista, pero sí feroz. Aterradoramente feroz. A veces, se
esconde detrás de tradiciones religiosas, otras bajo banderas o
grandes palabras, como “derechos humanos” o “democracia”. Su
actuación, pero, es similar, cargada de ira, ciega hacia la vida,
imponente y represora. Del todo agresiva.
¿Se
puede combatir algo así, tan desmesurado y ávido de sangre, con
estrategias completamente opuestas, sutiles, poetizadas, que fomenten
la serenidad y la conexión con un mismo y, por lo tanto, con los
demás? Al menos, hay que intentarlo.
Una de
las presas preferidas de este pensamiento feroz oculto en una carcasa
religiosa, en este caso islámica, es la música. Su odio es tan
grande que, allá donde se extiende la lacra, atacan,
prioritariamente, toda recreación sonora. Que el islam y la música
casan es un hecho histórico y sociológico, sólo hay que guiarnos
por la enorme riqueza de estilos musicales que han nacido y todavía
nacen en todo el mundo islámico. Los que atacan la música en nombre
del islam no se pueden basar en el Corán, pues allí no se recoge
ninguna prohibición de este tipo, sino en dudosas narraciones de la
primera comunidad de musulmanes (a pesar de que los principales
juristas y pensadores de todos los tiempos han tildado de poco
fundamentadas estas interpretaciones en contra de la música). Esta
idiosincrasia ha propiciado la omnipresencia de la música en la
mayoría de sociedades de mayoría musulmana y el uso de instrumentos
en muchos actos rituales, en especial los de recuerdo (dzkir)
a Dios.
Música
de noche
Malí es
uno de estos países que se declara mayoritariamente musulmán y
donde la música forma parte de sus fundamentos. El pensamiento feroz
agredió Tombuctú y otras zonas carismáticas del país africano y,
en primer lugar, acalló la música. Meses después, el mismo
pensamiento feroz agredía París y el mundo lloraba. Cuando las
calles gritaban “Je suis Charlie”, el parisino Vincent
Segal cogió su violonchelo y voló hacia Bamako. En la capital de
Malí lo esperaba, kora en mano, su amigo Ballaké Sissoko. Seis años
antes, en el 2009, habían grabado su primer y único disco hasta el
momento, el internacionalmente aclamado Chamber music. En un
contexto manchado de sangre, con un París conmocionado y un Malí
constantemente atacado por una misma ferocidad, el dúo decidió
volver a hacer aquello que tanto necesitamos: una música que duerma
a la fiera.
Dicen los
dos músicos que los primeros días de su reencuentro subían cada
noche a la azotea de la casa de Sissoko al barrio de Ntomikorobougou
de la capital maliense y se ponían a tocar cada uno sus cuerdas que
mecían el sueño del vecindario. De este diálogo íntimo salen las
primeras canciones del disco que ha editado el sello francés No
format! y que titulan, de manera explícita, Musique de nuit.
Acompañando la retahíla de melodías, escuchamos un cordero belar
o, de lejos, las sirenas de una ambulancia. Durante el día, van al
estudio de grabación Bogolan, auténtico hogar de la música
africana, para acabar las canciones.
Segal y
Sissoko no son la prueba de que dos culturas diferentes puedan
encontrarse, todo lo contrario: es el mismo espíritu, la misma savia
respetuosa y vital, que no conoce fronteras y que facilita este tipo
de relaciones. Malí y Francia, como otros muchos lugares, se ven
sacudidos por un mismo pensamiento feroz que enarbola diferentes
banderas y credos. En medio, sutilmente presentes, dos músicos suben
a la azotea y hacen hablar al viento. Una vibración, dulce y
emotiva, capaz de llegar a los fundamentos de la condición humana
para serenarla. Las fieras saben que, si la escuchan, dormirán: por
eso odian tanto la música y por eso también están tan lejos de
cualquier regulación social que se fundamente, radicalmente, en la
convivencia, la armonía y la paz.
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